Mamá, yo también estoy rota.
Recuerdo escrito con el corazón en la mano, en busca de no olvidar.
Es necesario aclarar, antes de todo, que la fotografía ha sido siempre importante en mi familia. Era la magia de transportar el tiempo pasado a las manos de mi madre o de mi padre, que con cariño -e incluso recelo- sostenían los papelitos ya amarillentos por culpa de los años.
Mi padre era el fotógrafo de la familia; fue el primero en tener una cámara Kodak, y era aquel encargado de revelar los rollos cuando llegaba el momento. La velaba cuidadosamente, oculta en el cajón junto a su cama como un tesoro, uno que no me dejaba manipular, pero del cual me instruía de manera teórica.
Sin embargo, en mis primeros años apenas lo recuerdo en casa. Una que otra vaga memoria de él llegando por la noche, de la televisión sonando muy temprano con el noticiero mientras él desayunaba, algún chocolate guardado en el refrigerador para opacar su ausencia.
Lo que sí vive presente en mi cabeza es la figura de mi madre, de su soledad.
Uno no se da cuenta de estas cosas cuando es joven, no hasta que le toca vivir el mismo desamparo y se da cuenta que no hay nadie a quien acudir.
Mi madre está muerta, así que, cuando la tristeza me embarga y me ahoga, no puedo rogar por su abrazo, ni por la quietud que me brindaba su respiración al dormir.
Estoy sola. Como ella lo estuvo a mi edad.
Una noche en específico, recuerdo, nos encontrábamos las dos en el piso, sentadas junto a la mesita de vidrio que se ubicaba en el centro de la sala. Ella abrió el maletín gris donde resguardaba las fotos que constituían nuestros exiguos recuerdos, los que ella y mi padre habían construido conmigo en mis apenas 5 años de vida.
Después de un rato de risas y anécdotas -que en el futuro se volverían mías para contar, e incluso sin haberlas vivido, se convertirían en parte de mi historia-, su mano se topó con una pequeña fotografía de su padre.
Las manos de mi madre eran apenas más grandes que las mías actualmente, con los dedos igual de finos por la ilusión que le otorgaban las uñas largas. A pesar de su imagen, las manos de mi madre no eran delicadas; como mujer, había trabajado desde pequeña, desde los 15, y había perseguido un estilo de vida que, a final de cuentas, mi padre no le había podido dar. Había salido de casa en busca de algo mejor que ese ranchito cuyo límite era el cielo, pero en el que las oportunidades escaseaban tanto como el agua.
Eduardo, se llamaba; ya no recuerdo en que trabajaba, solo que ella creía que su papá era muy guapo y que viajaba en bicicleta para llegar de un rancho a otro, de día y de noche, a sol o lluvia.
En una de esas madrugadas de trabajo un carro lo arrolló. Mi madre me contaba, con la mirada sobria, como una vecina había ido a avisarle, aún cuando la noche calaba en los ojos y la oscuridad se fundía con el paisaje.
Mi madre hacía hincapié en el dolor. El dolor de tener que caminar hasta la carretera, temblorosa y pálida, para encarar la verdad. El dolor de velar a su padre en la sala en la que antes convivían. El dolor de irse de casa a penas unos meses después de quedarse medio huérfana para vivir en la gran ciudad, donde todas las promesas se cumplían, y donde el verbo era hecho y gusto.
Me gustaría decirle que ahora la entiendo.
Que cuando cumplí 15, y como a capricho de Dios, ella también me dejó.
Quisiera poder volver el tiempo y así, tal vez, hacerla sentir menos sola.
Pero creo que estoy condenada a repetir su historia, a sufrir sus pasos, a llorar su soledad. Estoy encadenada a su fantasma.
Cada día vago, gritando su nombre en susurros, buscándola en los lugares que me contaba en sus relatos, en las tiendas de zapatos donde enunciaba su libertad, en la casa donde creyó que podía formar un hogar.
Mamá, yo también estoy rota.
Ojalá estuvieras aquí, porque estoy hecha a tu imagen y semejanza.
Y sigo tus pasos.